Elena Valdés abrió los ojos y, por un instante, creyó que todo era un sueño: un pueblo callado, la bruma sobre las callejuelas empedradas, la sierra observando desde lo alto, inmóvil, indiferente. Pero no era un sueño. La guerra había aprendido a colarse en cada rincón, en cada respiración, en cada mirada que no se atrevía a encontrarse con la suya. Se incorporó con cuidado, sintiendo cómo cada sombra parecía moverse a su alrededor, como si supiera demasiado, como si susurrara secretos que nadie debía escuchar. Cada paso que daba sobre la madera gastada era un recordatorio de su historia: años de identidades robadas, nombres que ya no le pertenecían, promesas rotas, traiciones disfrazadas de amistad. La muerte no tenía rostro, pero sí un lenguaje que Elena conocía demasiado bien. Desde la ventana, el río Guadalete corría lento y oscuro, reflejando un cielo que no ofrecía consuelo. Cada onda llevaba consigo rumores, pruebas manipuladas, acusaciones que podrían destruir vidas. Arcos de la Frontera parecía un tablero de ajedrez, donde cada calle estrecha era una trampa, cada esquina una emboscada. Y Elena, exagente, sabía que aquella ciudad sabía demasiado y decía demasiado poco. Se llevó una mano al pecho, sintiendo la certeza de que el pasado no se puede enterrar. Cada error, cada decisión secreta, cada asesinato disfrazado de accidente, volvía a ella como un golpe de viento helado. La guerra no se libraba solo con armas se libraba con engaños, con manipulación, con la paciencia suficiente para que el miedo tomara forma. Y en ese miedo, Elena era experta. Aquel día, comprendió que no habría retorno. La verdad podía ser un aliado o la sentencia más despiadada. En un pueblo donde cada sombra podía mentir y cada susurro podía matar, sobrevivir significaba un precio que pocos estaban dispuestos a pagar. Y Elena Valdés estaba lista. No con espada ni pistola, sino con la memoria y la astucia que le habían enseñado que la guerra nunca termina, y que la traición siempre encuentra su hora.

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